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El público asiste con una mezcla de curiosidad y terror a una escena insólita: el cantante de la banda parece haber perdido el control. Se corta con cristales rotos. Se autoflagela. Golpea a los asistentes de manera aleatoria. Y va más allá: defeca en el escenario y arroja al público sus propios excrementos, lo que terminar de desatar el caos. Antes de que concluya el set, la policía ha intervenido y ha dado por concluido el recital.

Ese era el final de muchos de los conciertos de GG Allin, a buen seguro, el músico más extremo y autodestructuivo que jamás pisó un escenario. Y un tipo al que cuesta imaginar tal y cómo sería en la actualidad. De no haber muerto de sobredosis en 1993. En realidad, su plan era suicidarse sobre el escenario, algo que nunca llevó a cabo.

Lo que GG sí planeó, y al detalle, fue su funeral. Así lo había reflejado en la canción ‘When I die’. A petición de su hermano, el cadáver no fue maquillado ni lavado, por lo que desprendía un olor nauseabundo como resultado del concierto de la noche anterior, en una gasolinera abandonada de Nueva York. Fue vestido con su chupa de cuero negro, junto una botella de Jim Beam. Su disco ‘The Suicide Sessions’ sonó a todo volumen, y los asistentes posaron junto al cadáver, en cuya boca colocaban drogas y whiskey. Todo ello quedó grabado e incluido en el documental ‘Hated’.

GG Allin se llamaba Jesucristo de nacimiento, lo cual añade a su biografía un componente casi cómico. Su padre, Colby Allen, era un fanático cristiano que se decantó por ese nombre poco antes del parto: aseguraba que el propio Dios le había visitado días atrás para anunciarle que su hijo sería algo similar a un mesías. No iba desencaminado, aunque seguramente no en el sentido que a Colby le hubiera gustado.

La de GG -apodo que le puso su hermano, incapaz de pronunciar la palabra ‘Jesús’- fue una infancia difícil. La familia vivía en una cabaña de madera de New Hampshire, sin agua ni electricidad, y los delirios religiosos de su padre derivaban en prohibiciones como hablar una vez caía el sol. Los abusos eran constantes, lo que llevó a su madre, Arleta, a separarse cuando GG tenía 5 años y mudarse con los niños a Vermont, tras lo que decidió cambiar el nombre de GG, que pasó de llamarse Jesus Christ a Kevin Michael.

Como tantos otros, GG Allin encontró la válvula de escape perfecta en la música. En concreto, en el punk-rock que a finales de los 70 comenzaba a explotar en todo el país. Tocó la batería en bandas como Malpractice o Stripsearch. Empezó a cantar con The Jabbers. Y a lo largo de los 80, lo hizo con otros como The Scumfucs o The Texas Nazis.

Poco a poco, su manera de entender la música y las actuaciones en directo se fue volviendo más y más salvaje. Pasó de tocar una suerte de punk casi humorístico y de raíz power pop a una vena mucho más destructiva, que se acentuó cuando se enganchó a la heroína, la cocaína y casi cualquier sustancia estupefaciente que cayera en sus manos.

En 1989 fue detenido, acusado de violación y encarcelado, lo que le sirvió para tomarse un respiro y escribir “El manifiesto de GG Allin”. En él, además de llamar al caos global, cargaba contra las bandas punk que había idolatrado, como los Sex Pistols, Iggy Pop o los Ramones, a los que acusaba de ser unos vendidos. Cuando tuvo ocasión de disfrutar de la libertad condicional, la quebrantó para irse de gira. Fue entonces cuando su popularidad se disparó, llegando incluso a aparecer en programas de televisión como el popular talk-show de Jerry Springer.

27 años después de su muerte, algunos ven el paso de GG Allin por la historia del rock como una broma de mal gusto. Otros, por el contrario, ponen el énfasis en la importancia de la transgresión como camino a una catarsis individual y colectiva. Casi como una forma de arte.

Servando Rocha, escritor y fundador de la editorial La Felguera, especializada en la contracultura, el underground y el misterio, así como ex batería de la banda de punk madrileño Muletrain, hace hincapié en este último aspecto. “Tendemos a considerar que se trataba de un cantante que había perdido toda brújula, pero en mi opinión era justamente lo contrario”, asevera. “GG Allin era inteligente, a pesar de su carrera hacia el abismo y la transgresión de todos los tabúes y barreras”.

Para Rocha, “en todo lo que hizo hubo una deliberada intención de arte, en el sentido de que usó su cuerpo igual que décadas antes lo hicieron los accionistas vieneses y algunos artistas sado. Lo que representó fue el lado maldito de la realidad y la civilización defendida por el rock and roll. Alguien dijo una vez que “la negación de una negación es una afirmación”, y esto puede servir para explicar su historia”.

“Habría que diferenciar a GG Allin de sus fans”, aclara Rocha. “La mayoría de ellos se quedaron con todo lo que tenía de exaltación de la fealdad, la violencia y lo atávico, pero se olvidaron que él conocía qué tipo de arte era capaz de hacer y cual era su objetivo: superar el cuerpo, destruir cualquier norma, la libertad entendida como el rechazo a la prohibición y la defensa del Mal. Fue uno de los grandes artistas del siglo XX y dejó, además, un puñado de canciones redondas”, concluye.

Ya fuera un paleto exhibicionista y ególatra o un artista genial incomprendido por la gran mayoría, hay quien piensa que con GG Allin murió el último punk. O al menos, el último que encarnó su espíritu de manera más real y salvaje. Sea como sea, una cosa está clara: no volverá a haber nadie como él. O al menos, nadie que lleve hasta las últimas consecuencias la filosofía que plasmó en una de sus frases más recordadas: “La sociedad es una gran broma, y la única manera de enfrentarse a ella es siendo una broma más grande, nauseabunda, amoral y desagradable, pero sincera”.

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